domingo, 8 de marzo de 2009

El nombre de la rosa



Con este libro corroboré una cosa: es mejor el Umberto Eco ensayista, que el Umberto Eco novelista. El nombre de la rosa es una novela que se adentra en los misterios de una abadía benedictina del siglo XIV. Un franciscano y su ayudante llegan a ella para descubrir lo que se esconde detrás de una serie de asesinatos extraños, que se vinculan con el saber prohibido de la biblioteca.
Aunque en apariencia este libro puede ser atractivo, el problema radica cuando empieza a perderse en unos detalles que no aportan nada a la historia principal. Además de las aventuras de los personajes de la abadía, se explica una situación que se está viviendo en la religión católica de esa época: la proliferación de movimientos heréticos, producto de interpretaciones extremistas de los preceptos de las órdenes religiosas.
Este tema puede resultar interesante, pero se le dedica demasiado espacio, y se retrasa innecesariamente el transcurrir de los acontecimientos principales. Además, al final es posible darse cuenta de que no tiene relación una cosa con la otra.
Si se quiere saber más sobre la religión de estas épocas, se puede leer el libro a sabiendas de que puede tornarse lento y un tanto aburrido. Si se llega a él pensando que la aventura será tan emocionante, que no va a haber voluntad de soltarlo ni un segundo, es mejor no abrirlo siquiera.
Valga decir que apelé a mi derecho a saltarme páginas, porque aún no estoy preparada para asumir mi derecho a no seguir leyendo. Es algo que todavía no considero digno. Hasta que llegue un libro muy, pero muy malo, que me haga cambiar la perspectiva.

Como una novela



Este libro me ayudó mucho a comprender las razones por las que las personas no leen. El escritor francés, Daniel Pennac, explica, de forma amena y divertida, los orígenes de esa falta de placer por la lectura.
Para él, todo comienza en la infancia, cuando los padres, en lugar de propiciar una lectura recreativa, convierten esta actividad en una obligación de escuela, en una fuente de castigos y peleas. Es así, que comienza a abrirse una brecha gigantesca entre la persona y el libro, ese objeto extraño, incomprensible, ajeno y que complica la existencia. Es así, que se crece con la fatal idea de que el libro propicia angustias y dolores de cabeza.
Y, aunque parezca imposible, para Pennac es factible"reenamorar" a los adolescentes, y hacerlos encontrarle el gusto a perderse en las historias que narran los libros, a acercarse a ellos con confianza, con interés, y a reducir el profundo abismo que los separa, para construir una relación de intimidad. Para eso, se necesita la colaboración de los padres y de los maestros de las escuelas, quienes deben suscitar el placer, a través de la lectura en voz alta: una reconexión con aquel niño que escuchaba los cuentos que le leían sus papás antes de dormir. He ahí la clave.
Además de constituirse en una guía para los padres que desean ver a sus hijos leyendo, es un texto placentero para cualquiera que desee desentrañar los misterios del placer de leer. Y, también, permite ser menos severos con aquellos que no disfrutan de una buena lectura.
Para completar sus consideraciones, Pennac escribe los diez mandamientos del lector, o "los derechos imprescriptibles", que aquí reproduzco:
1) El derecho a no leer
2) El derecho a saltarse páginas
3)El derecho a no terminar un libro
4) El derecho a releer
5) El derecho a leer cualquier cosa
6) El derecho al bovarismo
7)El derecho a leer en cualquier parte
8)El derecho a picotear
9)El derecho a leer en voz alta
10)El derecho a callarnos

Los cínicos no sirven para este oficio



Si en Ébano se hace evidente la maestría de Ryszard Kapuscinski para hacer un buen periodismo, en Los cínicos no sirven para este oficio esa consideración se vuelve teoría. Es un compendio de conferencias y entrevistas realizadas a este autor, en las que se invoca una práctica profesional signada por el humanismo, por la sensibilidad y la estética narrativa.
Acostumbrados a ver en los medios esos textos fríos, secos, que tratan infructuosamente de ser entretenidos, nos podemos olvidar de que el periodismo no tiene nada que ver con eso. Nos podemos abandonar en la certeza de que el periodismo, para ser tal, tiene que ser rígido. Sin embargo, la perspectiva de Kapuscinski es otra, y está destinada a reivindicar el viejo oficio del periodista narrador, mediador y acercador de vidas aparentemente opuestas -las de los que forman el objeto del cuento, y las de los que lo leen-.
Una de las conferencias que se presentan en este libro, y que resulta mucho más que enriquecedora, es la que realiza este autor con John Berger, conocido escritor británico. Ambos sostienen una conversación fructífera sobre el papel de la observación en la confección de textos narrativos. No basta con leer libros, con enterarse a través de los medios de comunicación. Es preciso estar ahí, ver, oler, sentir. "Las fuentes son variadas. En la práctica hay de tres tipos. La principal son los otros, la gente. La segunda son los documentos, los libros, los artículos sobre el tema. La tercera fuente es el mundo que nos rodea, en el que estamos inmersos. Colores, temperaturas, atmósferas, climas, todo eso que llamamos imponderabilia, que es difícil de definir y que sin embargo es una parte esencial de la escritura", dice Kapuscinski en una de sus disertaciones.
Eso es el verdadero periodismo, el que no teme a ser imperfecto, porque está hecho por humanos imperfectos. El que no busca la verdad simplemente en la estadística, o en declaraciones de los representantes del poder. El que tiene como protagonista al ciudadano común, a la gente que define la cultura de un lugar. El que busca sus insumos también en la naturaleza, en los sentidos.